Falsos supuestos del socialismo – Armando Méndez / LA PRENSA – 20.5.2011

En todas las gamas del socialismo, desde el light: social cristianismo, social democracia y socialismo nacionalista, hasta el duro: fascista y comunista, parten de dos supuestos falsos: el primero dice que en una economía de mercado, el capitalista explota al trabajador; el segundo, que el Estado (la política) puede desarrollar la economía de un país. Por estas razones, los objetivos de bienestar para el pueblo que dicen buscar nunca los pueden alcanzar.

Fue Marx quien se atribuyó la demostración “científica” de la explotación del trabajo, con su conocida “teoría de la plusvalía”, que no pasa de una mera especulación filosófica que las facultades de Economía de las universidades públicas en Bolivia enseñan. Esta burda teoría lleva a otra tosca conclusión que los marxistas de toda laya repiten: “lucha de clases”. En una economía de mercado no hay ni lo uno ni lo otro. Ni explotación del trabajo ni lucha de clases. Lo que hay es conflicto entre demandantes que buscan los precios más bajos y los oferentes que quieren los precios más altos; sin embargo, este conflicto permanente se resuelve pacíficamente en los mercados.

De dónde sale ese falso planteamiento. Sin duda alguna, de la historia. Por supuesto que en los tiempos antiguos hubo explotación de unos hombres por otros. La mejor expresión son el esclavismo y el feudalismo, pero de aquí a inferir que en la modernidad sucede lo mismo, es simplemente ser majadero. Mientras no se generalizó el ejercicio de la libertad, se dio la explotación, porque los no libres eran propiedad de los hombres libres. El aristócrata, que no trabajaba, vivía del trabajo del esclavo.

Lo que los marxistas no se percatan es que Marx, acertadamente, se dio cuenta de que el obrero vendía al capitalista lo que él denominó “fuerza de trabajo”, quien le retribuía su valor. Aquí no hay explotación. ¿Cómo puede ser posible que un hombre libre por su propia voluntad se haga explotar por otro? Para Marx, la explotación no está aquí, está en su ocurrente idea de creer que lo único que crea la nueva riqueza, el producto, es el trabajo del obrero; todos los demás no crean valor, no crean riqueza, sólo transfieren su valor. Y esta riqueza, que crea el obrero, es apropiada por el capitalista, la cual luego la invierte en la adquisición de maquinarias. A esto Marx llamó “explotación del trabajo”, no de cualquier trabajo, sólo del trabajo manual, del trabajo del obrero. Por esta razón, definió al capitalismo, no como el sistema económico de la modernidad que se basa en el intercambio libre y voluntario de bienes, servicios y activos, la relación social por excelencia, sino como una “relación social de explotación”.

Marx tuvo una impresión errada sobre la creación de la riqueza atribuyéndola sólo al obrero, como Quesnay antes sostuvo que sólo la actividad agrícola era creadora de la riqueza. Hay que preguntar a los marxistas en cuáles de las cien mejores universidades del mundo, que enseñan ciencias económicas, se dice que el creador de la riqueza es el trabajo del obrero y que la tasa de interés se paga con el producto del trabajo no pagado al obrero. En cualquiera de ellas se enseña que esta creación es consecuencia de la eficiente combinación de los factores productivos, donde uno de ellos es el trabajo del obrero, cada vez menos relevante, siendo el trabajo calificado y la tecnología los más importantes. El trabajo del empresario es trabajo calificado. A esto hoy se llama economía del conocimiento.

Para Marx, siempre hay explotación del trabajo. Como unos se apropian del fruto del trabajo de otros, surge una permanente pugna entre ellos, ocasionando la famosa “lucha de clases”, que es lo que ellos también llaman “lucha por la apropiación del excedente”, la misma que se tornaría aguda en el capitalismo porque la “clase obrera” toma conciencia de su explotación. La revolución viene como un hecho inevitable, consecuencia de la cual los capitalistas, que también detentan el poder político del Estado, son expropiados de la riqueza indebidamente acumulada y son desplazados del poder político por los obreros, quienes a su vez llegarían a ser la mayoría, afirmación que la historia ha desmentido. Hoy en el mundo son una minoría.

Mientras Marx concluyó que sólo el obrero era explotado, sus seguidores, sin sustento teórico, generalizaron a todos los trabajadores. Y no acabó aquí, extrapolaron a que unos países explotan a otros. Los países desarrollados son tales porque explotan a los no desarrollados. Los ricos explotan a los pobres.

Es un hecho histórico conocido que dice que la política fue la actividad más importante para las elites que existen en toda sociedad. La política decidía la vida social, en la cual la guerra era lo habitual. La actividad económica no les interesaba, sólo la exacción tributaria sobre los productores agrícolas, que vivían en pobreza, para financiar el gasto gubernamental y el bienestar de los privilegiados que vegetaban de la política. Luego vino la etapa del mercantilismo, donde la naciente economía de mercado vino acompañada con los permisos políticos estatales para la realización de las principales actividades económicas privadas, que beneficiaban a los privilegiados que vivían cerca del poder político.

En la modernidad, surge con fuerza la actividad económica que atrae a las élites. Éstas se dividen en dos, unas que permanecen en el mundo de la política y otras que insurgen en el mundo de la economía. Mientras las segundas son creadoras de riqueza, no así las elites económicas, sin embargo, siguen subordinándose a las políticas. Esto cambiará en la medida que la economía se libere de la política, así como en su momento la política se liberó de la religión. Y esto sucederá cuando se haga realidad el libre comercio mundial. Entonces, los políticos pasarán a cumplir el papel del administrador del edificio donde uno vive.

El socialismo también es retrógrada porque postula un retorno al pasado al revitalizar la política adornado de elementos demagógicos como los de democracia popular y “participativa”, queriendo hacer creer que la improductiva labor política también debe ser ejercida por todos. Más aún confunde el rol privilegiante que todo Estado otorga a quienes se vinculan a él con que el Estado pueda constituirse en un motor de desarrollo económico para todos. Los que reciben privilegios del Estado adquieren ventajas al momento de competir económicamente con quienes no los tienen, pero este hecho no sustituye el aspecto medular de la exitosa actividad económica moderna que son las ventajas comparativas y competitivas estructurales, que se establecen en sólidos sistemas económicos nacionales.

Los socialistas son maniqueístas. Ellos se califican de ser “los buenos”, mientras quienes no comparten su ideología son los “malos”. Para que el Estado cumpla bien el rol de motor de desarrollo económico se requiere que ellos gobiernen las sociedades. No es necesario mayor conocimiento porque la riqueza la crea el trabajo manual. No se requieren empresarios, porque el único papel que éstos cumplen es el de ayudar a explotar a los verdaderos creadores de la riqueza, los obreros. Lo fundamental es la decisión política, el resto se arregla en el camino, “hay que meterle no más”.

Los socialistas, al politizar la economía, incentivan el permanente conflicto social. No todos se sienten económicamente beneficiados como quisieran. No todos comparten las decisiones tomadas “democráticamente” en magnas asambleas. Se benefician de las decisiones los “movimientos sociales” mejor organizados en desmedro de los pobres, quienes precisamente se caracterizan por falta de organicidad. Por esta razón, la supervivencia de los regímenes socialistas requiere la eliminación del disenso y la imposición de alguien. El autoritarismo y el totalitarismo se hacen inevitables. Para que esto no ocurra, la opción es el socialismo ligth, predominante en la Europa desarrollada: democracia liberal más Estado no a cargo de la producción, sino sólo redistribuidor de la riqueza que crean los mercados privados, quien además se presta el “excedente” que se apropiaron los capitalistas, edificando una voluminosa deuda pública que no se la puede honrar. Esta crisis recientemente destapada es un duro golpe a quienes todavía siguen soñando en que el bienestar de los pueblos depende de la política y no de la economía. ¡Adiós al socialismo!

Armando Méndez es Miembro de la Academia Boliviana de Ciencias Económicas.

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