El engaño de terciopelo – Engel Jeffrey A. – 29.11.2009
Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y el derrocamiento relativamente no violento del comunismo en toda Europa central y del este, los optimistas predijeron una nueva era dorada de un mundo lleno de democracias pacíficas.
Lectura recomendada. WN
La historia, para algunos, parecía haber llegado a su fin. Pero los optimistas demostraron estar equivocados, ya que las potencias mundiales, grandes y pequeñas, extrajeron sus propias lecciones, muchas veces encontradas, del pasado.
Para los norteamericanos, 1989 validó todo aquello en lo que ya creían. Habían ganado la Guerra Fría, o al menos eso percibían, a través de la fuerza y la convicción. Veían a los manifestantes en las capitales de Europa del este y las multitudes en China en la Plaza Tiananmen coreando consignas a favor de la libertad y creían que esas multitudes querían ser norteamericanas. Como declaró George H. W. Bush: “Sabemos cómo asegurar una vida más justa y próspera para los hombres sobre la Tierra: a través del libre mercado, la libertad de expresión, elecciones libres y el ejercicio del libre albedrío, sin obstáculos por parte del estado”.
Los acontecimientos subsiguientes parecieron validar esta receta norteamericana. La Guerra del Golfo confirmó el poder militar norteamericano y los viejos peligros del apaciguamiento. La era Clinton nos legó la promoción activa de la democracia como la principal herramienta de la política exterior norteamericana, que la administración de George W. Bush llevó a extremos sin precedentes.
La victoria de la Guerra Fría ofreció la respuesta a cada uno de ellos. “La resolución de Estados Unidos y los ideales norteamericanos tan claramente articulados por Ronald Reagan”, dijo Clinton, “ayudaron a derribar el Muro”. La lección era clara: “alcanzamos nuestros objetivos defendiendo nuestros valores y liderando las fuerzas de la libertad”.
Las palabras de Barack Obama se hacen eco de las de Clinton. A pesar de sus frecuentes afirmaciones de cambio, su articulación central de la política norteamericana parece considerablemente estática. “Las generaciones anteriores enfrentaron el fascismo y el comunismo no sólo con misiles y tanques”, predicó Obama en su famoso discurso de campaña en Berlín, “sino con alianzas sólidas y convicciones perdurables”.
Es por esto que los Estados Unidos de Obama gastan más en armas que el resto del mundo combinado, y la razón por la cual la promoción de la democracia sigue siendo la base incuestionable de la política exterior norteamericana. El debate posiblemente sólo se centre en su aplicación. La historia ofrece una receta de éxito, siempre que los norteamericanos adhieran a la lección de 1989.
Pero el resto del mundo aprendió diferentes lecciones. Los estrategas europeos en gran medida desestimaron la interpretación de Estados Unidos de que la fuerza había ganado la Guerra Fría y creyeron que la cooperación había triunfado precisamente porque no existió la fuerza. En los reclamos de libertad desde detrás de la Cortina de Hierro no oyeron un deseo de volverse norteamericanos, sino de sumarse al experimento europeo considerablemente exitoso de seguridad y prosperidad colectiva que surgió después de la Segunda Guerra Mundial. Para los líderes europeos de hoy, la lección central de 1989 es que la fuerza es contraproducente; lo que importa es el consenso.
Los líderes rusos, como era de esperarse, también extrajeron sus propias conclusiones. Cuando Mijail Gorbachov hablaba de una “Europa desde el Atlántico hasta los Urales”, su concepción no era la de un continente bajo la dominación soviética, como alguna vez había amenazado Josef Stalin. Tras haber demostrado una asombrosa moderación en 1989, los líderes rusos esperaban ser abrazados por Occidente. Por el contrario, la OTAN se expandió hasta los umbrales de Rusia, la Unión Europea atrancó sus puertas y ser miembro de la Organización Mundial de Comercio parecía algo inalcanzable.
La economía post-soviética se derrumbó, la delincuencia alcanzó niveles estratosféricos y la expectativa de vida decayó. La voz de Rusia en los asuntos globales perdió autoridad.
Para los líderes rusos, la lección de 1989 fue clara: confiar en Occidente era tonto en el mejor de los casos, peligroso en el peor. La visión de Gorbachov de una inclusión europea echó por tierra siglos de historia rusa; Occidente no quería la participación rusa. Mejor que los rusos confiaran en su propio poder, desarrollaran sus propios recursos y vigilaran sus propias fronteras. El Kremlin confió en Occidente en 1989. Los subsiguientes líderes rusos se negaron a que los engañaran otra vez.
Los líderes chinos abrazaron el legado más desconcertante de 1989. Retrocedieron ante la desintegración del bloque soviético.
“Deberían hacerse todos los esfuerzos para impedir que los cambios en Europa del este influyan en el desarrollo interno de China”, concluyeron las autoridades del partido en marzo de 1989, y en el lapso de unos meses reprimieron violentamente a los manifestantes democráticos. China aprendió de 1989 la lección de que la estabilidad estatal era primordial. Sin embargo, los líderes de China también reconocieron que corrían un gran peligro al ignorar las demandas populares.
El gobierno, en consecuencia, hizo un acuerdo implícito con sus ciudadanos: el disenso político no sería tolerado, pero, a cambio, el estado garantizaría el crecimiento económico. Nadie podía cuestionar la legitimidad del gobierno siempre que se expandiera la prosperidad.
La política exterior china también priorizó la legitimidad después de 1989. El régimen esperaba reafirmar su autoridad globalmente ampliando la participación de China en las organizaciones internacionales. Los líderes chinos abrazaron la naturaleza cooperativa del proceso europeo posterior a 1945, pero al mismo tiempo se tomaron a pecho la lección rusa: Occidente no cedería simplemente ante una manifestación de buenas intenciones.
Pero, a diferencia de Rusia, China le restó importancia a la relevancia del poder duro tradicional para alcanzar sus objetivos. De hecho, los líderes chinos han invertido considerablemente poco, en relación al creciente PBI de China, en las fuerzas armadas. El poder chino hoy no proviene de su capacidad para igualar a la marina de alta mar norteamericana, sino de sus tenencias de bonos del Tesoro de Estados Unidos.
El legado de 1989 resuena incluso en Irán, cuyos líderes parecen claramente haber aprendido de la Plaza Tiananmen y del colapso de la Cortina de Hierro que un gobierno comprometido puede, de hecho, desmovilizar a un público que exige reformas.
El mundo no se olvidaría enseguida de los horrores de Tiananmen, prometieron los manifestantes globales en 1989. Pero lo hizo –y con una velocidad extraordinaria–. Al mirar hacia atrás, a 1989, en realidad estamos mirando hacia delante, a partir de los acontecimientos trascendentales de ese año, a los legados muy diferentes que produjeron.
El autor es director de Programación para el Instituto Scowcroft de Asuntos Internacionales de la Universidad A&M de Texas, es autor de The Fall of the Berlin Wall: The Revolutionary Legacy of 1989 (La caída del Muro de Berlín: El legado revolucionario de 1989).
Fuente: http://www.lostiempos.com/diario/opiniones/columnistas/20091129/el-engano-de-terciopelo_47502_82563.html