El poder de las calles – Marcelo Ostria Trigo – 19.1.2011



Marcelo Ostria Trigo


Ha sido una constante en América Latina que la calle sea el lugar donde se impulsa o termina una tendencia política. De su decisión –por discutible, amorfa, ilegítima, precipitada o insensata que ésta sea– depende el ocaso de muchos gobernantes y el ascenso de caudillos. Por eso, en unos casos hay temor y, en otros, esperanzas en el veredicto callejero.

Por supuesto que esta práctica es ajena a los mecanismos democráticos: las elecciones periódicas. Pero cuando desde arriba se manipula el poder del voto, nace la calle como escenario sustitutivo; es la reacción natural ante la ausencia de lo que debe ofrecer un veraz sistema democrático.

La calle es de todos. Pero tiene ambivalencias –autocracia vs. democracia– y se convierte en campo de disputas, en el que se dirime una contradicción política, siempre con el peligro de que la violencia sea la elegida para predominar.

Se dice que en la práctica de la política generalmente no hay fenómenos espontáneos, particularmente en los casos de protestas que toman la forma de manifestaciones, bloqueos, marchas, etc. Pero, inducidas o no, es frecuente que se dirijan hacia objetivos concretos: cambiar una decisión del gobierno o buscar la caída del gobernante.

La política, de una forma u otra, siempre está presente en la vida ciudadana. Por eso carecen de sentido los pedidos de ‘no politizar’ un hecho o una conducta. Todo lo que tiene efectos sobre la sociedad tiene connotaciones políticas y va condicionando el alineamiento ciudadano a favor o en contra de una tendencia. Consecuentemente, también el clamor que se esparce en las calles es un hecho político, muchas veces difícil de precisar. Cuando nace la inconformidad, hay consecuencias. Es el aviso de tiempos turbulentos.

Las protestas populares en las calles de Túnez, pese a la violenta represión, acaban de precipitar la caída del presidente Zine El Abidine Ben Ali, que se mantuvo en el poder desde 1987. Pagó así el precio de incumplir lo ofrecido cuando asumió el mando de su país: “Nuestro pueblo –dijo– es digno de una vida política evolucionada e institucional fundada sobre un auténtico pluripartidismo político y la pluralidad de las organizaciones de masas”.
Esto no sucedió. “So pretexto de luchar contra el peligro islamista, el régimen se convirtió en la más dura dictadura del norte de África, exceptuando a Libia, un país hasta hace poco marginado por la comunidad internacional” (Ignacio Cembrero. El policía que llegó a caudillo. El País, Madrid, 14/01/2011).
Éste no es el primer caso de la imposición de las calles contra un Gobierno dominado por la corrupción, el nepotismo y las carencias económicas. Y, probablemente, no será el último.

Retroceder, virar, modificar es, frecuentemente, lo que hace un régimen sitiado para conservar el poder. Pero una vez desatada la protesta, nadie sabe cómo terminará.

Los recientes retrocesos en Venezuela –la derogación de una ley de universidades orientada a terminar con la autonomía, la anulación del alza del IVA y, recientemente, la declaración de Hugo Chávez de que está dispuesto a acortar el tiempo de los poderes extraordinarios que le fueron concedidos por una dócil Asamblea Nacional– apuntan a la distensión. Pero los retrocesos no son siempre garantía de apaciguamiento. Muchas veces sólo postergan el ‘gran final’.

Cobra así vigencia el sabio refrán popular: “Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, pon la tuyas a remojar”.

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