Buscando la verdad: Contrabando bendito – Gary A. Rodríguez / LA RAZON – 23.8.2010

Si hay un problema atávico por solucionar en Bolivia, es el contrabando.

Y no es que este asunto sea una exclusividad nuestra, pero “mal de muchos, consuelo de tontos” es aplicable, especialmente si el “Estado Plurinacional” está inmerso dentro de lo que se supone debería ser un genuino “proceso de cambio” que quiere demostrar que todo lo que hicieron los anteriores gobiernos estaba mal.

Pese a que mucho se ha dicho ya sobre el tema, es válido reflexionar sobre las varias aristas del contrabando de importación. Empecemos por definirlo. De las varias acepciones de la Real Academia Española, me gustó ésta: “Cosa hecha contra un bando o pregón público”.

“Contrabando”, conlleva entonces connotaciones muy importantes: primero, divide la cuestión en dos “bandos” y, segundo, se refiere al cumplimiento de la ley. Por tanto, si el contrabando tiene que ver con traer productos extranjeros al país, los dos bandos quedarían divididos entre los que están dentro de la legalidad y los que delinquen. Un bando de los buenos y el otro, de los malos.

Muchos justifican al contrabando como algo bueno, pero se equivocan. Nadie debería considerar siquiera que parte del giro económico de un país se deba a una ilegalidad, de lo contrario el narcotráfico sería deseable por su rentabilidad y capacidad de “generar empleo”, cuando la producción y tráfico de drogas ilegales es un crimen —para mí de lesa humanidad— pues unos pocos se hacen ricos a costa de la vida de muchos. Lo mismo ocurre con el contrabando. Si bien puede ayudar a “comprar barato” a quienes no tienen altos ingresos, cuando tal práctica se generaliza por la permisividad, acaba siendo una herencia cultural que hará que “lo barato cuesta caro”. Veamos.

El Estado pierde más de 150 millones de dólares anuales por tributos aduaneros no recaudados. Bolivia pierde más de 100.000 empleos por los productos contrabandeados que compiten ilegalmente con los nuestros —¿un ejemplo?— más de 20.000 talleres de confección cerraron desde el año 2000 por culpa de la ropa contrabandeada. ¿Cuántos bolivianos trabajan hoy en el exterior como esclavos, por no haber empleo en el país? ¿Qué de los que sufren la ausencia de sus padres, hijos o hermanos que partieron? ¿Qué de las medicinas adulteradas, de los alimentos vencidos, o de la ropa de muertos o enfermos que entran sin control sanitario? ¿Le importa esto al contrabandista?

He escuchado que combatir el contrabando traerá un “alto costo social”. ¡Nada de eso! Si el contrabando disminuye o desaparece, no es que los comerciantes y transportistas perderán su empleo, sino que comercializarán y transportarán lo importado legalmente, e incluso podría crearse más fuentes laborales: ¿Qué tal si se recupera un mercado de 40 millones de dólares para los confeccionistas nacionales? Los comerciantes y transportistas trabajarían con prendas bolivianas, y la gente usaría ropa nacional. ¿No nos acercaría esto al “país digno y soberano” del que tanto se habla?

Finalmente, lidiar con poblaciones de contrabandistas no es fácil, máxime si el contrabando está ligado al narcotráfico como alguien dijo. En todo caso, hacer cumplir la ley es responsabilidad del Estado, pero también, ofrecer alternativas de empleo.

Combinar la “política del garrote” —la “Ley 1008 del contrabando”—con una “política de la zanahoria”, haciendo más fácil la vida de quienes producen, comercian y generan buenos empleos dentro de la legalidad, ayudaría una enormidad.

Gary Rodríguez es economista y gerente general del IBCE.

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