LA FORTALEZA DEL ESTADO DEMOCRÁTICO – Carlos Herrera E. – 20.10.2009
Los que creen que la fortaleza del Estado democrático radica en su capacidad de imponer la legalidad por la fuerza, se equivocan de medio a medio. No es mediante el uso de la fuerza que la legalidad democrática se ha impuesto en los Estados democráticos modernos, sino a través de la razón y la educación.
Es decir, que en los países donde rigen las ideas y los valores democráticos el sistema funciona porque la mayoría de la gente se adhiere a ellas de manera voluntaria, entendiendo además que aquellas ideas son el fruto de la racionalidad aplicada a los problemas de organización y convivencia social. Hace suya entonces (la sociedad) una conducta y una filosofía que contempla la dignidad y la libertad de las personas como cosa central, al mismo tiempo que entiende que una sociedad requiere, para su buen funcionamiento, de unas reglas de organización y de conducta que deben ser asumidas voluntariamente, como la única forma de alcanzar una forma de vida civilizada.
Esto sin embargo -la idea de un compromiso común y voluntario con una determinada filosofía de vida- no es algo que los latinoamericanos hemos asumido históricamente a plenitud; lo común ha sido que los Estados impusieran su voluntad apoyados en la fuerza, de suerte que nuestra conducta y nuestra cultura política responde más a los dictados y la presión externas, que a nuestra propia razón y voluntad. Y por eso también los más importantes logros político-institucionales de las últimas décadas (tribunales constitucionales, órganos de control de la judicatura, cultura de respeto de las competencias de los poderes, sistema de regulación de la economía, etc.) han sido vistos por los pueblos como dictados caprichosos de las clases dominantes y no como lo que verdaderamente son, enormes avances institucionales tendientes a organizar la vida con respeto de los derechos de las personas y en observación de la idea de control del poder político, base de una vida segura y próspera.
Se ha creado así una subcultura que cree que hay que desmontar el Estado democrático si se quiere defender los intereses populares, una bellacada que olvida que las instituciones democráticas son más útiles para las mayorías populares que para los intereses corporativos, porque éstas han sido concebidas precisamente para evitar que el Estado viole los derechos de los ciudadanos o gobierne sin tomar en cuenta la voluntad de la sociedad.
Hay también otros dos aspectos importantes del sistema democrático que no se atiende correctamente. Las ideas sobre el principio de representación y sobre el principio de autoridad. La democracia es un sistema que se define por la idea de la representación política. Esto consiste en que las autoridades políticas y administrativas elegidas libremente, son revestidas de un poder de decisión que tiene su origen en la voluntad popular y que les permite dar las pautas sobre la dirección de los asuntos de la sociedad. La voluntad popular por tanto sólo se materializa a través de las decisiones que toman sus representantes. No es legítimo entonces que la política se haga en las calles y a pedradas, tal y como se ha puesto de moda entre los latinoamericanos. Esta conducta no es democrática, es más bien autoritaria, porque consiste en imponer a la sociedad por la fuerza la voluntad de algunos sectores sociales. Lo que diferencia al sistema democrático de los demás regímenes políticos es precisamente la existencia de órganos, espacios y personas encargadas de la discusión y la negociación política, ello subordinado a unos principios y valores elaborados en torno al respeto por los derechos básicos de los ciudadanos. En eso consiste una democracia representativa, en que hay personas encargadas de negociar y darle solución a los conflictos de intereses entre los sectores sociales, pero con observación de los procedimientos y los principios democráticos.
El otro asunto de importancia en una democracia representativa es el principio de autoridad, que establece que las decisiones de las autoridades son legítimas, es decir que (si no violentan los principios y valores de la democracia) gozan del amparo de la ley, son legales. Este principio tiene una enorme importancia a la hora de poner en funcionamiento una sociedad porque hace posible el trabajo del Estado como tal. Permite que se elaboren leyes, se asuman tareas sociales, emprendimientos de salud o de infraestructura y en fin, permite que la administración política juegue el rol que las leyes y la Constitución le asignan. Una autoridad democrática presupone una persona dotada del poder de tomar decisiones y de hacerlas cumplir. Su jerarquía y sus facultades tienen su origen en la voluntad popular porque aquellas (las más importantes) devienen de elecciones libres. Sin principio de autoridad, es decir, sin el reconocimiento sobre la legalidad del poder que reviste a la autoridad, ninguna sociedad puede regirse e imponer un cierto orden. Y entonces, una vez desacreditado el sistema democrático y como la sociedad de todas formas necesita darse unas reglas y una filosofía para organizar la conducta social y el poder público, empiezan a sonar con fuerza los disparates nacionalistas y autoritarios, que llevan, ¡gran ironía! la idea de la representación política y el principio de autoridad a su forma más grosera y extremada, le dan absoluto poder a una sola persona y a un solo partido, sin pensar en que el poder absoluto es mucho más fácil de corromperse que aquel que tiene dentro de sí mismo sus propios controles y contrapesos, tal y como en el sistema democrático.
Todo lo cual alimenta la confusión de que la Democracia representativa es mala porque no es capaz -como los Estados autoritarios- de imponer un orden que sea acatado por todos, olvidando que la fuerza de la democracia está más en el alma y la conciencia de la gente que en las instituciones policíacas. Y esto porque Democracia quiere decir primordialmente racionalidad, no fuerza. Carlos Herrera E. Abogado.
Fuente: Enviado por el autor Carlos Herrera [calinzell@hotmail.com]