LA CULTURA INDÍGENA Y LAS AMBIVALENCIAS DE LA MODERNIDAD EN EL CASO BOLIVIANO – H. C. F. Mansilla – 26.4.2012

H.C.F. Mansilla

Si se compara el breve código de conducta atribuido a la civilización incaica con el decálogo judeo-cristiano, con los cinco pilares del Islam o con otros estatutos morales de las religiones orientales, se advierte inmediatamente que la defensa de la ortodoxia religiosa, la correcta observación de los ritos y la prevención de los delitos de sangre no representaban las preocupaciones primordiales de los legisladores incaicos, pero sí cómo refrenar la propensión a la pereza, a la mentira y al robo. Si estas inclinaciones merecían tanta atención, era porque probablemente constituían pautas de comportamiento muy expandidas en la época prehispánica, pautas que configuraban seguramente una especie de riesgo para la sociedad de entonces. Estas normas éticas han sido sacralizadas en el texto constitucional boliviano vigente desde 2009. Digo sacralizadas porque cumplen allí una importante función de propaganda y auto-afirmación cultural e ideológica, que como tal no obliga a ningún comportamiento concreto. Y al mismo tiempo esta mención en la Carta Magna dificulta un análisis crítico de esta temática, que tomaría entonces el carácter de una blasfemia contra principios casi sagrados.

La posible tendencia a la pereza tiene que ver con fenómenos contemporáneos comprobados empíricamente y medidos con alguna precisión, como se puede observar fácilmente mediante las publicaciones del Foro Internacional de Productividad de las Naciones Unidas. La baja productividad laboral y los fenómenos de informalidad e inconfiabilidad ─ bajo cuyos efectos se halla todavía una gran parte de la población boliviana ─ tienen ahí importantes antecedentes socio-culturales, intensificados por las pautas recurrentes de comportamiento de la época colonial española y preservados por el inmovilismo cultural que ha caracterizado al Alto Perú y a Bolivia hasta comienzos del siglo XXI. Por otra parte el inmovilismo de la cultura virreinal española contribuyó eficazmente a perpetuar algunos rasgos de la tradición indígena en el terreno político-institucional.

 

Estas afirmaciones deben entenderse como hipotéticas y provisionales, sometidas al escrutinio del mejor argumento, y no como una muestra de menosprecio hacia las culturas indígenas. A lo largo de la historia universal casi todos los modelos sociales han experimentado una evolución de lo simple a lo complejo. Los códigos éticos han exhibido una tendencia muy marcada a preservar elementos arcaicos; en todos los ámbitos culturales se puede percibir una tensión entre el desarrollo técnico-económico y el carácter conservador de los códigos de conducta. Después de todo, uno de los temas principales de la literatura de todas las culturas es la incongruencia entre realidades sociales y valores éticos. Muchos de los dilemas de las sociedades altamente desarrolladas del Norte han resultado de la insuficiencia actual de sus estatutos éticos, que no brindan luces en torno a los problemas morales que surgen de la aplicación de la ciencia y la tecnología a la vida cotidiana. El decálogo judeo-cristiano, que conforma la base moral de la civilización occidental, no contiene normas adecuadas para todas las múltiples facetas de la vida contemporánea; los dos mandamientos de naturaleza erótico-sexual, por ejemplo, son simplemente ignorados por casi todos los individuos que viven dentro de esa cultura.

 

Pese a una fuerte tendencia actual, impulsada por intelectuales izquierdistas e indianistas, que la considera como un dechado de virtudes democráticas, sostengo que la herencia indígena en el campo de la cultura política (no me refiero para nada a otras esferas de la actividad humana) ha sido proclive al autoritarismo en general, al consenso compulsivo y al verticalismo en las relaciones cotidianas. La llamada democracia del ayllu del mundo andino o democracia comunitaria directa está basada en un sistema rotativo en la repartición de cargos directivos en el seno de las comunidades campesinas, en las cuales todos los varones mayores de edad llegan a ejercer esas responsabilidades. Pero precisamente este hecho, que hace superflua la competencia ideológica y programática entre varios postulantes, muestra el carácter conservador de esta institución. Si todos los adultos pueden ejercer indistintamente un cargo directivo, significa que todos repiten las mismas actuaciones y se comportan de manera muy similar cuando detentan el poder local. No hay, por lo tanto, una competencia genuina en torno a políticas públicas diferenciables según corrientes diversas de opinión y programa. Esto quiere decir que las autoridades en esas comunidades originarias preservan de generación en generación algunos principios centrales en el terreno de las normas políticas, aunque, por supuesto, pueden darse mejoras técnicas que no alteran decisivamente el campo de la cultura. El mundo islámico muestra, entre otras cosas, que se puede importar la tecnología más moderna y mantener simultáneamente pautas político-culturales de carácter marcadamente arcaico.

 

Hoy en día existen numerosos esfuerzos teóricos y prácticos para revitalizar la herencia indígena en el campo de la cultura política, puesto que la democracia directa ─ que presuntamente se deriva de los modelos civilizatorios originarios ─ sería más cercana a la sensibilidad popular y a las condiciones del ámbito andino. Los gobiernos de Bolivia y Ecuador intentan que este programa se haga realidad, dentro, por supuesto, de los parámetros que convierten a esta democracia directa en algo manejable y, por consiguiente, inofensivo. El fundamento conceptual de esta democracia directa se basa en testimonios poco confiables de la tradición oral. La carencia de fuentes escritas aborígenes impide establecer claramente cuál fue el funcionamiento real y el resultado práctico de una hipotética democracia directa. No ha llegado hasta nuestros días un mínimo de teoría política de la época precolombina que diera luces sobre ese modelo organizativo. La tradición oral no da cuenta, por ejemplo, de dos elementos que son habitualmente el fundamento de una teoría propiamente dicha: la facultad, así sea incipiente, de poner en cuestionamiento lo obvio y sobreentendido de las propias creencias y la construcción de nociones abstractas, a partir de la cuales posteriormente se habría podido postular normas de validez universal. Faltaron, por lo tanto, las precondiciones para el pluralismo ideológico y para la democracia abierta al riesgo de disidencias. Pese a la complejidad alcanzada por la cosmología indígena, los modelos civilizatorios adscritos a la misma desconocieron probablemente la meditación crítica en torno a ella misma, que es la precondición para admitir la diversidad de opiniones políticas y opciones éticas.

 

Es probable que la cultura política indígena haya sido, al mismo tiempo, poco favorable al respeto de las minorías y los disidentes dentro de sus propias comunidades. Aunque aseveraciones generales son precarias e inseguras, se puede afirmar que la pervivencia de los hábitos tradicionales no fomenta el espíritu indagatorio, que, a su vez, constituye el fundamento del mundo moderno basado en la ciencia, la tecnología y las innovaciones en todos los ámbitos. Las civilizaciones precolombinas no conocieron ningún sistema para diluir el centralismo político, para atenuar gobiernos despóticos o para representar en forma permanente e institucionalizada los intereses de los diversos grupos sociales y de las minorías étnicas. La homogeneidad era y es su principio rector. El autoritarismo ibero-católico se sobrepuso al indígena y logró perpetuarlo. Una buena porción de las convenciones y las rutinas de la era colonial que perviven hasta hoy provienen del legado indígena, cuyos logros en otras áreas están fuera de toda duda (por ejemplo en la agricultura, las artes plásticas y los sistemas de solidaridad práctica), pero es de justicia llamar la atención sobre los peligros inherentes a un modelo demasiado homogéneo y cerrado de organización sociopolítica.

 

Hasta hoy el verticalismo, el burocratismo y el centralismo de la época de la declinación española fueron los elementos obvios de la identidad social, es decir los aceptados generalmente. En este contexto no es de asombrarse que pensadores y sociólogos de tendencias marxistas e indianistas no hayan perdido una palabra sobre los resabios autoritarios y muchas otras prácticas irracionales en las comunidades campesinas indígenas. Es probable que la actual cultura cívica de las comunidades campesinas se halle inmersa en un proceso de democratización, pero es verosímil que este último haya sido inducido por factores exógenos, como el contacto diario con el mundo moderno. Las culturas originarias conservan a menudo los rasgos autoritarios en la vida cotidiana, familiar e íntima. Practican aun el machismo en diversas variantes, como se ha visto a menudo en la discriminación de las mujeres en los órganos de las municipalidades rurales. Estos fenómenos de lo cotidiano no concitan el interés de los ideólogos izquierdistas e indigenistas, quienes más bien fomentan una autovisión originaria basada en un panorama idealizado y falso del pasado: las culturas precolombinas habrían sido profundamente democráticas, no habrían conocido relaciones de explotación y subordinación y no habrían tenido una división del trabajo social.

 

Lo que sí se puede detectar hoy en las comunidades llamadas originarias es el deterioro de los valores normativos de origen vernáculo y su sustitución por normativas occidentales. En el presente los indígenas anhelan un orden social modernizado muy similar al que pretenden todos los otros grupos sociales del país: servicios públicos eficientes, sistema escolar gratuito, acceso al mercado en buenas condiciones, mejoramiento de carreteras y comunicaciones y entretenimiento por televisión. Hasta es plausible que los indígenas vayan abandonando paulatinamente los dos pilares básicos de su identidad colectiva: la tierra y el idioma. Para sus descendientes una buena parte de los campesinos desea profesiones liberales citadinas y el uso prevaleciente del castellano (y el inglés). Los habitantes originarios no se preocupan mucho por lo que puede llamarse el núcleo identitario de la propia cultura, sino que actúan de modo pragmático en dos esferas: en la adopción de los rasgos más sobresalientes del llamado progreso material y en el tratamiento ambivalente de sus jerarquías ancestrales, que van perdiendo precisamente su ascendiente político y moral ante el avance de la civilización moderna. Ahora bien: este proceso de modernización, tan poco original, conlleva riesgos y calamidades porque se trata, en el fondo, de una imitación acrítica del paradigma consumista de Miami, semejante al que propician blancos y mestiz

Enviado a eforobolivia por el autor H. C. F. Mansilla [hcf_mansilla@yahoo.com]

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