LA VIEJA SANTA CRUZ – Manfredo Kempff – 24.9.2011


Cuando los cruceños añejos vamos a la Feria Exposición y vemos que no existe un lugar dónde estacionar el vehículo, y nos encontramos con un gentío inmenso de personas de todo lugar – hombres, mujeres, niños, ancianos – y oímos música bulliciosa, y vemos hermosas muchachas sonrientes, y stands con automóviles lujosos, maquinaria, artesanía, toros de mil kilos, no podemos entender cómo y cuándo ocurrió ese cambio.

Lo que sabemos es que aquél era un viejo camino de carretones que iba hasta el río Piray. Claro que han pasado muchos años, tantos como los que han transcurrido desde cuando éramos niños y caminábamos descalzos o con abarcas por los arenales calientes, con la honda de palca de guayaba y las bolas de barro en el bolsillo, pasando por la quinta de los Terceros, camino de Buen Retiro, a la banda del río.

En los predios de la actual FEXPO y sus accesos –  inmenso espacio de cemento donde antes todo era arena o barro – no había sino el caminito de bueyes y caballos rodeado de monte, barbechos, y algunas taperas pobres de motacú, de donde se miraba el humo de la olla hirviendo o del hornito rajado, y de donde salían ladrando, hasta el alambrado de púas, algunos perros flacos que después movían la cola. Ni sembradíos se podían ver por aquellos parajes. Los cañaverales estaban muy lejos. Sólo se veía algo de maíz y lo demás eran papayos, guayabos, mangos, ambaibos, y totaíces, que salían a la vida porque sí. Y pájaros de toda clase que ahora ya no asoman por esos lados. Tojos, sayubuses, pechoamarillos, tiluchis, loros en parvadas, como chaicitas y torcazas. Se cruzaban velozmente los jausis como caimanes en miniatura y alguna vez una víbora que era la emoción de los muchachos que buscábamos a gritos una vara para matarla creyendo que hacíamos bien. Pasaba algún jeep Willys que ahora ya son reliquias, y el resto eran carretones que chirriaban y crujían quejosamente, acompañados de la voz pausada del carretero camba que, con los pantalones remangados hasta media pierna y su sombrero de saó, mandaba la marcha de los bueyes mancornados con su andar lento.

Un viaje en carretón hasta la banda del río, hasta Buen Retiro, llevaba toda una mañana de marcha. Pero eso lo hacíamos una vez al año, en las largas vacaciones finales, cuando transportábamos a los abuelos paternos, con una cacha grande de madera, donde iba ropa, utensilios, conservas, libros, frascos con remedios, y encima de todo, cuidadosamente protegido, un cuadro con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Los muchachos íbamos y veníamos corriendo y gritando en torno al carretón de dos yuntas que avanzaba parsimonioso por los arenales, sin ningún apuro, porque en la vieja Santa Cruz nadie estaba apurado, sobraba el tiempo.

Encontrarse en el camino con otro carretón – donde ahora bulle la Feria y agobian los bocinazos de los intolerantes – era motivo suficiente para detenerse y saludar. Los mayores conversaban, reían y a veces abrían una botellita para echarse un trago. Es que todos éramos conocidos por entonces. No había nadie extraño que viajara en carretón ni a caballo desde la ciudad hasta Buen Retiro. Un encuentro así, era motivo, a veces, de regocijo para los muchachos siempre hambrientos, porque se hacía una pascana y era momento de zamparse el tapeque de biscochos, tortillas, cuñapeces o lo que se llevara. De la tinaja o del churuno bebíamos agua fresca y limpia. Limpia sólo por transparente porque era agua de gotera o de aljibe, de lluvia, no el agua turbia de río o de pauro que era la que muchas veces se bebía en el campo. ¿Cuántas bacterias y bichos nos tragábamos? No tenía la menor importancia.

Dos meses o más en el campo con los primos y los tíos eran unas vacaciones muy largas. Lindas e interminables. No como en estas épocas cuando el tiempo vuela. Montar a caballo al pelo, apenas con un bozal y llevar el ganado a los corrales al caer la tarde era una de las faenas diarias. Ayudar a manear toretes para caparlos y vaquillas para marcar con fuego al rojo vivo era otro quehacer. Y ayudar al tío Noel a cosechar la miel en las colmenas con las inevitables picaduras era la peor de las actividades. Y salir de caza con el rifle de salón para tirarle a las pavas del monte. Y tomar leche con bíter al pie de la vaca en los amaneceres, comer cuajadilla con yuca asada, majadito con huevo y plátano frito,  locro de gallina y horneado casero, era la dieta diaria. No se conocía en Buen Retiro la  Coca-Cola, ni menos los yogures con sabores distintos, ni las conservas que atiborran los supermercados de hoy.  El reloj de pared del abuelo Francisco, que conserva mi madre en su casa, marcaba la hora del almuerzo y de la cena para los muchachos andariegos y traviesos que vivíamos con hambre antes y después de comer.

Hermosos tiempos que se fueron para siempre cuando sólo vivíamos entre nosotros y entre cambas arreglábamos nuestros pleitos, sin que intrusos foráneos nos llevaran maniatados hasta prisiones de La Paz. Se marcharon los abuelos y los tíos y ya estamos empezando a irnos los chiquillos de antaño que ya nos hemos vuelto viejos. La ciudad se extendió y se comió todos los caminitos de carretones de nuestra niñez. El progreso nos ha dado comodidades pero nos ha quitado felicidad.

Enviado por Comité pro Santa Cruz [jimiortiz@cotas.com.bo]

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