Un enemigo del pueblo – 2 — Ismael Serrate Cuéllar — 31.08.2004

Un enemigo del pueblo – 2

 

Ismael Serrate Cuéllar

 

 

Erick Ibsen, el autor noruego que a fines del siglo XIX hizo un atrevido análisis de los mecanismos de la democracia, se sorprendería de nuestra realidad. Hace más de 100 años, el personaje de su popular obra descubre que las aguas del balneario, principal recurso económico de su pueblo, están contaminadas y son un peligro para la salud. Denuncia el hecho y propone que se cierre el balneario hasta que se realicen las reformas necesarias. Las autoridades de la ciudad, la prensa coaccionada por intereses coyunturales y un pueblo manipulado por discursos demagógicos de bien estar futuro, logran convertir a un ser que persigue la verdad en “un enemigo del pueblo”. El doctor Stockman dice que piensa dedicar “todas sus fuerzas y toda su inteligencia a combatir esa mentira de que la voz del pueblo es la voz de la razón”. La masa enardecida explota y apedrea al osado médico, su casa y su familia.

 

Vuelvo a decir que no soy un enemigo del pueblo, pero me entristece que se le ponga ese apelativo a nuestro presidente cuando adopta una de sus primeras medidas responsables como cabeza del ejecutivo. No es que lo considere suficiente, pero mantener congelado el precio de los carburantes, peor aún en bolivianos, es no solamente mantener abierto el balneario con aguas contaminadas sino también servirlas junto al desayuno escolar.

 

Tal como estamos en nuestro país, ojalá nadie se caiga de alguno de los nuevos edificios de Santa Cruz, porque muchos de nuestros líderes, impulsados por la lógica irresponsable del rating de los medios de comunicación, harán bloqueos y tomarán por la fuerza al Instituto Geográfico Militar para exigir la abrogación (ya todos sabemos el significado) de la Ley de la Gravedad. ¿A quien se le ocurre permitir que una persona muera por culpa de una ley?

 

La miseria de nuestro pueblo es una verdad lacerante. Pero no es fruto del “terrible modelo” vigente en los últimos 20 años. A principios de los 80, la esperanza de vida al nacer en Bolivia era de 53 años; hoy bordea los 64. La tasa de mortalidad infantil era de 109 por cada mil nacidos vivos; hoy es 55. La tasa de analfabetismo era de 31 por cada 100 mayores de 15 años; hoy es 13. Y, como me hizo notar Eduardo Paz, aunque muchos no lo crean, Bolivia es el país de América Latina que más incrementó, en términos porcentuales y absolutos, el Índice de Desarrollo Humano entre 1975 y 2001, quizás el mejor indicador de la realidad social de un país.

 

No es que yo quiera negar la pobreza de nuestro pueblo ni el nivel de la crisis que vivimos. Tampoco quiero decir que estamos en jauja. El drama es que en 1975 éramos terriblemente miserables. Y subrayo lo terrible. En 25 años achicamos la brecha en cuanto a calidad de vida con los otros países de América Latina en más o menos la mitad, unos más, otros menos. Eso quiere decir que no lo hemos hecho tan mal y que, con el mismo ritmo de trabajo de ese periodo, en 20 o 25 años más podríamos estar por encima del promedio latinoamericano. Siempre que no sigamos haciendo burreras como las que estamos haciendo en los últimos meses. ¿Con esos datos, será que el “modelo” es el culpable de nuestra miseria? ¿Cuál “modelo”? ¿En qué época?

 

Hace unos cincuenta años, Winston Chuchill, el líder inglés que dirigió a su país durante la segunda guerra mundial, dijo una frase en plena guerra fría que vale la pena recordar en la Bolivia actual: la ventaja del capitalismo sobre el socialismo es que, en el capitalismo, los resultados son mejores que las intenciones. En el socialismo es al revés.

 

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